Estábamos cambiándonos cuando Castillo me confirmó que los dos carros rastreados estaban entre los que habían llegado a la bodega y que el carro de la esposa de Villafañe estaba en una casa subiendo para las cascadas. Según el satélite había cinco carros más, unas quince cabezas alrededor y cinco adentro.
—Jefe, ¿qué tal que sea El Tigre? —me dijo Rojas emocionado.
—¿Será posible tanta suerte?
Jalé a Pérez a un lado.
—¿Usted qué opina de Sandoval?¿Lo tiene en la lista negra o en la blanca?
—Blanca.
—¿y del cinco al diez?
—En el diez, Jefe. El pobre tuvo mala suerte con lo de Las Camelias. Perdió tres hombres pero eso no fue culpa de él.
Le conté lo que dijo Castillo.
—Si es El Tigre, se reivindica.
—Llámelo, Pérez. Igual no tenemos más opciones. Él está en naranja y tiene su gente lista.
—Aquí tenemos seis ayudándonos; los demás tienen que estar pendientes de lo de ellos.
—Llámelo a ver qué hacemos. Que se lleve sus hombres. González está con nosotros. Que me alcance en la pista, ya deben estar sacando a Villafañe.
Justo en ese momento me llamó el coronel al celular.
—Martínez, ya sacaron a Villafañe para la enfermería. Arranque, hombre, que lo están esperando.
Lo puse al tanto del nuevo plan y estuvo de acuerdo. Le informé también de la posibilidad de encontrar al Tigre y usar a Sandoval. Aunque no le agradó del todo, me dio su aprobación. Tenía que alistar otros 25 oficiales para apoyarlo.
—Yo me llevo diez. Coronel use los otros. Yo tengo a González y seis de sus hombres conmigo. Mejor que le colabore a él.
—No hay más que hacer, Martínez, confío en sus instintos.
Caminé unos segundos orando: “Dios mío no me abandones, dame tu bendición”.
Sandoval apareció corriendo.
—Aquí estoy, Martínez, ¿qué puedo hacer por usted?
Le expliqué la situación.
—Ya sabe que no es confirmado, prácticamente eso le va a tocar a usted. El coronel ya está alistando personal de apoyo…y…, Sandoval, ahí pueden tener a mi novia, porque no descartamos la posibilidad de que lo de la bodega sea una distracción. Si ella está allá me la trae sana y salva.
—Con mucho gusto, Martínez —dijo abrazándome.
La operación de los Villafañe salió tal cual la habíamos planeado. Cuando veníamos de regreso, me llamó El Tigre:
—Hombre Martínez usted sí es efectivo. Veo que está enamorado de verdad. Tranquilo que si todo sale bien, en unas horas podrá abrazar a su noviecita.
—Quiero hablar con ella.
—No. Acuérdese que eso no se lo prometí. Hasta ahora vamos bien. Eso de los carritos y el helicóptero le quedó bien hecho. Dígame a ver ¿dónde me lo tiene?
—Pues tampoco yo le prometí esa información. Va a tener que esperar hasta las veintidós. Aunque si usted le entrega mi novia a uno de mis hombres, ya mismo le pongo esa basura frente a su puerta.
Se rio a carcajadas.
—Ay, hombre Martínez, le aseguro que si estuviéramos en la misma profesión, seriamos muy buenos amigos. Usted me cae bien hombre, me cae muy bien —y colgó.
Aterricé y corrimos hacia mi carro. Alcanzamos a Pérez justo cinco minutos antes de llegar a la bodega. Según Castillo, ella había estado caminando, estirándose y había tocado varias veces la pared. Un hombre entró y la condujo a lo que suponíamos era el baño; luego la regresó a su sitio. Le dejó un plato de comida al lado y una botella. Lo del plato se lo comió el perro, ella tomó de la botella y luego se echó en la mano para darle de beber al perro, el cual de vez en cuando se movía, daba una vuelta y volvía a acomodarse su lado. “Tiene que ser Paulina”, pensé. Mínimo había entablado conversación con el perro y ya lo tenía embobado con su dulzura y sus ocurrencias. Igual que a mí.
Llegamos y nos acomodamos todos en los puestos. Yo me quedé con Arango y las demás “arañas”. La habitación donde dormían daba a la calle y tenía una ventana de vidrio. Con un cortador de diamante abrí un hueco y pudimos entrar, al tiempo que con silenciadores callamos tres tipos que dormían allí. Entramos seis Élite, todos listos a neutralizar los que íbamos encontrando mientras llegábamos al lugar donde estaba Paulina. Arango y yo tumbamos los dos hombres que siempre veíamos en las esquinas.
La gente se veía distraída, cuatro jugaban cartas al lado de una puerta trasera, los otros caminaban entre los empleados que se veían concentrados en su trabajo. Yo estaba esperando que otros dos guardas que caminaban de lado a lado frente a la puerta llegaran cada uno a su extremo para tener tiempo suficiente de entrar y protegerla, simultáneamente al ataque del resto de mis hombres.
Rojas y otros cuatro tiradores estaban listos por si alguno pretendía escapar. La orden era agarrarlos vivos, casi siempre les disparábamos a los pies para asustarlos y que se detuvieran. El último recurso era inmovilizarlos permanentemente, sobre todo si corrían sin disparar. Sabíamos que los empleados que manipulaban la droga eran simples civiles desarmados.
Castillo me avisó por el radio que Paulina se había levantado y había puesto el oído contra la pared. El perro estaba en la puerta como esperando que alguien entrara. Recordé lo que me dijo Villafañe y me subí el cuello de la chaqueta. Era mejor ir protegido por si me atacaba, a estas alturas no dudaba que se estuviera haciendo cargo de proteger a Paulina. Llegó mi oportunidad y corrí hacia la puerta, pero un hombre que no habíamos visto corrió gritando hacia donde estaba Paulina.
—¡Adentro todos! —gritó Pérez.
Me imaginé que Castillo le había avisado de la situación. Justo en el instante en que abrió la puerta, el perro le saltó tal y cual yo esperaba. Entré y cargué a Paulina, que se aferró con sus piernas a mi cintura. Esquivé el cuerpo del tipo que luchaba por quitarse el perro de encima; cerré la puerta para que se quedaran allí adentro.
—¿Por qué te demoraste tanto?
—He tenido unas pequeñas complicaciones, mi amor.
Empezó a llorar y yo me quedé en un rincón, con un arma lista a disparar. Yo seguía abrazándola mientras veía mis hombres entrar y dominar uno a uno los criminales.
La gente que trabajaba allí no se movió. Todos levantaron las manos y se quedaron quietos en sus asientos.
Me sentí de pronto viendo una película, mis hombres a puñetazos vencían los atrevidos que los enfrentaban. Los tiradores, que realmente eran invisibles tumbaban delincuentes que intentaban salir corriendo por alguna de las puertas.
Yo apretaba a Paulina contra mi pecho evitando al máximo que escuchara los gritos y el ruido de las balas que zumbaban por el lugar.
Dos guardias corrieron hacia nosotros, le disparé al primero, al otro Marco le cayó encima. Paulina, se aferraba a mí sin decir nada. Hubiera preferido salir, pero había demasiada confusión y ellos tenían que concentrarse, si me movía, los iba a distraer en su afán por cubrirnos y protegernos.
Algunos empezaron a darse por vencidos y se tiraban al piso, con las manos entrelazadas en la nuca. Pérez se le acercó a uno y el canalla con la rapidez de un experto le sacó una pistola, pero nosotros estábamos entrenados para eso, la reacción de Pérez fue inmediata y además de una bala se ganó varias patadas.
Dos de los empleados intentaron correr, desde mi esquina, les disparé a los pies y tomaron la decisión correcta tirándose al piso encogidos en posición fetal, medio sonreí.
Me sentí raro, allí parado como un observador indiferente; aproveché para analizar, la defensa de cada uno de los Élite; Rey, era delgado pero ágil, les saltaba por encima como si fueran simples obstáculos en una carrera. Dos de Gonzales eran tan fuertes como Mariano y Marco, y el resto, preparados y expertos luchadores, Moreno me hizo reír, dos tipos lo confrontaron con ganas de puños, me imagino, los miró y les disparó con desprecio. Los dos traidores tenían armas en la espalda.
En cuatro minutos todo había terminado. Salí cargando a Paulina, que ni siquiera hacía el intento de caminar, seguía enlazada a mi cintura y no se movía. Castillo y todos gritaban por el radio y oía risas pero no entendía nada. Castillo y Bernal aparecieron en la furgoneta. La dejé con ellos y le entregué mi celular para que llamara al abuelo. Escuchaba la voz animada de Castillo que no paraba de hablar. Salí a terminar mi trabajo con Pérez.
Al final se acercó a la furgoneta, le dio la mano a Paulina. Volvió a mi lado.
—Jefe, váyase con ella, nosotros terminamos aquí.
—Castillo, ¿qué sabe de Sandoval? ¿Ya le confirmó que tengo a Paulina?
—Sí, Jefe, y ya están entrando pero todavía no hemos confirmado si es El Tigre.
—Camine lo llevamos hasta su carro, Jefe —me dijo Bernal.
Paulina lloraba otra vez, había hablado con el abuelo y estaba emocionada. Las mellizas se tranquilizaron y se fueron a dormir. La abracé.
—Ya, mi amor, ya pasó todo, ya nos vamos.
Mis hombres concluyeron la operación. Miré el reloj. Las 22:00. El Tigre no llamó, sentí alivio. Estábamos llegando al carro cuando Castillo gritó:
— Lo tienen, Jefe, lo tienen. Confirmado, Sandoval tiene El Tigre.
Miré al cielo y le di gracias a Dios. Me quité la chaqueta y el chaleco y me puse una camisa que saque del maletín. Ya en el carro ella me dijo:
—No quiero ir hasta San Juan ahora, ya le dije al abuelo que estoy muy cansada. Vamos a mi apartamento, por favor.
Con lo que había pasado, no sabía si era prudente. Me parecía peligroso.
—Mejor vamos al mío, hasta que esté seguro que todo está en orden en el tuyo.
Suspiró y se pegó a mí.
—¿María Paz no está, cierto?
—No.
Volvió a llorar. Le acaricié la cabeza. Dejé que se desahogara. Sentí miedo, esto podría tener un mal desenlace. Seguir a mi lado era peligroso para ella. Se aferró a mí en la camioneta pero no pronunció ni una palabra. Subimos abrazados. Mi apartamento estaba como a 15 minutos del de ella. Llegó derecho al baño. Salió después de un rato y yo entré para lavarme la cara. La encontré sentada en el balcón.
—¿Quieres algo de tomar?
—Agua—me contestó—. La vista desde aquí es muy bonita, no me había fijado.
—¿Quieres bañarte? Aquí tienes ropa y pijama, ¿recuerdas?—asintió—. Yo te preparo la tina, ¿quieres? —asintió otra vez. Fui al baño y cuando estaba todo listo fui por ella. Empecé a quitarle la ropa y ella empezó a hacer lo mismo conmigo.
—¿En serio?
Se rio con su risa de siempre.
—Claro, ¿y es que crees que estás muy limpio? Es más yo ni sudé, lo que tenía era un frío que me moría. Si no fuera por Baltasar me hubiera congelado.
—¿Baltasar?
—El perro.
—¿Y tú como sabes?
—Él me lo dijo… ¿Sabes qué?, vamos a hacer una cosa. No hablemos más.
—¿Cómo? —el corazón me dio un vuelco, creo que se me cambio de lado.
La miré intrigado. Se empinó y me besó. Fui a hablar y me tapó la boca con un dedo.
—Chis.
Siguió desvistiéndome. Entramos a la tina y allí, sin palabras, nos llenamos de jabón y champú. Nos reímos y nos besamos.
Por unos minutos, olvidé la angustia de este día.
Una vez que dio por terminado el baño, me llevó de la mano hasta la cama y allí, nuevamente sin palabras, nos amamos como nunca antes, con amor, con pasión, con ternura, con lágrimas, con risas.
No supe en qué momento nos quedamos dormidos.
Abrí los ojos, miré el reloj de la mesita de noche, 01:18. Salí sigilosamente para no despertarla, se veía en paz. Llamé a Pérez.
—¿Usted si es malo para descansar no, Jefe? Ya todo terminó, los de legal ya están procesando esa gente. El Tigre no ha hecho sino preguntar por usted, quiere tener el honor de conocerlo.
—Ese hombre es un loco.
— ¿Cómo está Paulina?
—Muy bien, dormida, tranquila. No me ha hablado mucho. De hecho no me ha dicho nada.
—Bueno, Jefe, pero ya la recuperó, y en tiempo record, felicidades.
—Hombre, Pérez, gracias por su ayuda, no sé qué haría sin ustedes.
—Probablemente viviría muy feliz en otra parte y sería abogado o doctor.
Nos reímos.
—A propósito, Jefe, le asignaron tres escoltas, antes de salir llame al comando porque ellos tienen que estar con usted y Paulina las veinticuatro, por ahora.
—Ah, eso sí que me complica la vida, ya Paulina está asustada, ahora sí que se va a preocupar más.
—No le diga nada.
—¿Cómo hago, Pérez? Cuando ella vea tres tipos detrás de nosotros como chicles, ¿qué le digo, que son los paparazi del comando? o ¿qué?
Risas otra vez.
— Cierto, Jefe, la vida se le complicó.
—Hombre, Pérez yo sabía que usted era el indicado para darme ánimo.
Siguió riendo.
—Ya deje de preocuparse por adelantado, muchos hemos tenido escoltas y no nos afecta la vida, usted es uno de ellos.
—Estaba solo, Pérez, hasta me servían de compañía, ahora es diferente.
—Bueno, mañana será otro día, estoy seguro que sabrá cómo explicarle la importancia de tenerlos por ahora. Vaya, duerma, Jefe, que debe estar agotado, acuérdese que necesita sus horas de sueño, para no perder la belleza.
Nos reímos y ya iba a colgar cuando me acordé de algo.
—Pérez, Pérez.
—Sí, Jefe, aquí estoy.
—¿Qué pasó con el perro?
—Lo tienen en la unidad canina, debe estar bien. Mañana le doy una vuelta y le cuento las novedades.
—Está bien, hasta mañana.
Me desperté. Paulina, seguía profunda, casi sin moverse. Respiraba suavemente. Salí e hice un desayuno relámpago. Volví al cuarto y abrió los ojos.
—Ummm, qué rico huele, me muero de hambre.
Me acerqué y me senté al borde de la cama.
—Dormiste como un lirón, ni roncaste.
—Eh, yo no ronco.
—Claro que sí.
—No. Tú eres el roncador y más cuando duermes para el lado derecho.
—Ah, es que ese es mi lado malo.
—Qué va, tú no tienes lado malo.
Se incorporó y me abrazó. Le di un beso en la frente.
—Ven, vamos a desayunar tenemos que irnos, tu abuelo debe estar ansioso por abrazarte.
En el camino a San Juan me contó toda su odisea. La escuché y me alegró ver que no lloró, ni maldijo los delincuentes. Orillé la camioneta y la abracé con todas mis fuerzas.
—Mi amor, perdóname, todo es culpa mía, perdóname.
—Tan bobo, no digas eso, no tienes la culpa de nada. Esa gente es mala y hace lo que tenga que hacer para salirse con la suya.
—Para llegar a mí te usaron y eso me parte el corazón.
—Yo sé quién eres y no me estás obligando a estar contigo —me miró y suspiró—. ¿O sí?
—¿Queeé?
Se empezó a reír.
—Bueno, es que si siguieras siendo antipático o fueras malo no te amaría tanto y hasta me había podido conseguir otro novio. Pero eres demasiado hermoso y encantador, me estás chantajeando emocionalmente.
Me reí y nos besamos un rato.
En el camino llamé a Sarmiento y le pedí el favor de que trajera el carro de Paulina a La Casa Grande. Su ropa nueva y el regalo para el abuelo estaban ahí.
—Mi amor, ¿ya te diste cuenta de que nos están siguiendo? Claro que creo que son de los tuyos porque tienen cara de buena gente.
Me dio risa, aunque más de nervios que de alegría.
—No te lo quería decir, pero me alegra que te hayas dado cuenta —me acordé de Pérez—. Quiere decir que estás alerta. Son escoltas que vamos a tener durante veinticuatro horas.
—¿Vamos? ¿Veinticuatro horas? ¿O sea hasta mañana?
—Mmm —hablar con evasivas no era una de mis fortalezas—. Si estamos juntos estarán con nosotros, cuando estés sola vas a tener a alguien contigo las veinticuatro horas.
—¿Quéee? Ay, no, qué desastre, ¿va a ir a la Universidad conmigo?—hizo gesto de disgusto.
—¿Tan horrible te parece?
—Claro, allá van dos que cuidan los hijos del gobernador y pasan muy aburridos.
—¿Quiénes, los escoltas o los hijos?
—¡Los hijos! Los persiguen a todas partes, no los dejan hacer nada. El muchacho ya se rebeló, no podía ni besar a la novia en paz.
—Ah no, pero por eso no te preocupes, que estos sí nos van a dejar besarnos —le dije con alegría.
—Ay, no, Martínez, ¡que lata! Ese Tigre estúpido me cae muy mal.